miércoles, julio 26, 2006

Café de Domingo

Como había mucho que hablar, aunque en realidad no había pasado tanto tiempo desde que nos vimos por última vez, Alejandro y yo fuimos por un café. Necesitábamos un poco de aire, tal vez un poco de paz, algo de entretención pero sobre todo un lugar ad-hoc: donde pudiéramos hablar de todo sin problemas. Como era domingo, el lugar estaba claro: El Parque Forestal.

Así, entre agobiantes tambores, olor a pitos, el gélido frío invernal, los muy diversos tipos de gente que se reúnen en ese lugar y en general el sinnúmero de particularidades que se dan cita allí los días domingo, dejamos fluir nuestras historias. Él; su grado, sus atados con su vieja, lo encantador de su pololo y otras tantas cosas. Yo; lo cansado que estaba de este semestre que se me ha hecho eterno, lo poco o nada que me importa lo que digan de mi, la anécdota del desatino de la semana y mis tropiezos y sinsabores en materia amorosa, último ítem que al parecer convertiré en mi marca registrada.

Cuando estábamos a punto de acabar con hipotermia, un café en el subterráneo del Tomodashi (creo que así se escribe) nos ayudó a recobrar el color. Y así, cuando ya nuestras historias comenzaban lentamente a agotarse, decidimos que era un buen momento para irnos.

Hoy, martes, volví a pasar por el parque. No estaban las mismas personas, ni los tambores, ni el aroma a marihuana. Pasé también por el Tomodashi, pero no era igual. Sobre todo, no estaba Alejandro. Es que un café no es dónde te lo tomas, ni cuándo. Es con quién, en compañía de quien. Así, una fría tarde de un domingo cualquiera se termina convirtiendo en un homenaje a la verdadera amistad, sin necesidad de estar en Nueva York, ni de tener un Central Perk ni tampoco de ser cuatro. Bastaron dos personas, el Tomodashi y el Forestal.