lunes, septiembre 20, 2010

Bicentenarios y bicentenarias


Por estos días (porque la celebración no se ha circunscrito a una única jornada sino que a varias) celebramos en nuestro país el bicentenario. Aunque históricamente se deben hacer precisiones, se conmemoran los 200 años de creación de la República de Chile.



Mucho hemos avanzado desde entonces. A fuerza de la técnica del ensayo y error, hemos depurado nuestro sistema político, aprendiendo a valorar de paso la funcionalidad y pulcritud de nuestras instituciones y hemos instalado ciertos consensos, sobre los cuales nos hemos dado maña de construir nuestra democracia.



Disquisiciones aparte, persisten ciertos vicios conceptuales en nuestro discurso que se resisten a desaparecer aún cuando el tiempo ha demostrado su ninguna validez. El principal de ellos, el destino común, esa pretensión que quienes hemos nacido dentro de las fronteras de la República hemos de tener un mismo (y glorioso) futuro, que compartimos como dogma de fe y a cuyo propósito empeñaremos nuestras energías.



Craso error.



Somos un país diverso. En lo cultural, en lo social, en lo étnico y en lo político nuestras ideas son diferentes, lo mismo que nuestra visión de la sociedad y particularmente, nuestra interpretación del país que queremos. El Chile que sueña un mapuche dista mucho de aquel que concibe la mente del dueño del Yacimiento San José. Y probablemente la visión de ellos no sea compatible con la de muchos otros que también son chilenos.



¿Por qué, entonces, insistir? Simplemente porque como idea es sencilla de entender y evocar pero, más que nada, porque pese a no resistir ninguna prueba racional continúa siendo políticamente bien vista.



Excepcionalmente todos los chilenos podemos coincidir en algunas ideas. Ninguna persona bien nacida puede oponerse a las tareas de reconstrucción tras el violento sismo del norte o a obras de adelanto para beneficio de todos, pero tales consensos no son sino puntuales y responden más bien a necesidades del momento.



Aquí aparece con claridad la necesidad de legitimar nuestra democracia como el mecanismo de resolver nuestros conflictos. En una sociedad en la que las visiones son tan diversas como las personas que las conciben, es en nuestro sistema político donde se han de tomar las decisiones que zanjen tales controversias. El discurso para disuadir y el voto para vencer, como dijera (con mucho más estilo que el suscrito) Carlos Peña en una columna reciente.



Ello exigiría un Parlamento con mayor protagonismo en la toma de decisiones, con mayor peso intelectual y social, capaz de transformar el conflicto mapuche en una oportunidad para transformaciones de fondo en la justicia militar y civil antes que rebajarlo a una chance para, a fuerza de ayunos impostados, cobrar en los medios el protagonismo que la pobreza de ideas no les han permitido obtener.



Tal vez, para el próximo centenario.