miércoles, septiembre 19, 2007

El Stand By de los quince millones

Comentaba con un amigo acerca de la sensación generalizada de falta de autoridad. Aunque pueda resultar paradójico de un país que vivió casi dos décadas en un sistema unipersonal de gobierno (eufemismo que permite no herir susceptibilidades), la historia patria recuerda con especial afecto a los líderes de voz grave y ademanes enérgicos, aspectos que nuestro colectivo valora sobremanera al punto de imponerse a la calificación que hacemos de sus gestiones, éxitos y fracasos incluidos.

Uno de los exponentes más claros de aquello lo tenemos en el ex Presidente Lagos. Quien se hiciera famoso a fines de los ochenta tras apuntar con el dedo al General Pinochet encarnó de manera más exacta el prototipo del líder socarrón, autoritario, sabelotodo y prepotente. Por lo mismo, sus repuntes de popularidad suelen coincidir con episodios en los cuales emergía esa parte de su personalidad que daba fuerza a su discurso, aunque en realidad solo le agregara algunos decibeles de más a ideas que, así como el famoso jarrón, no necesitaban más que un ligero empujón para acabar en pedazos.

En el caso de Frei, sus alocuciones (siempre lejos de la poesía) permitían entrever un carácter fuerte y determinante, sumado a la autoridad moral que en la ciudadanía tiene el recuerdo de quien fuera su progenitor y que, aunque lo nieguen sus adherentes y lo lamenten sus detractores, el hijo del padre capitalizó para sí. En su particular estilo, tal vez poco cordial y muy poco lírico, fijaba siempre posiciones precisas (exactas incluso) que delataban su formación de ingeniero y su estructura mental cartesiana.

Hoy, una mujer en La Moneda intenta convencernos que tal forma de liderazgo es una expresión de machismo (luego, malo). Aunque la falta de discurso es evidente (debido a una sequía de ideas que se extiende a casi todas las esferas del gobierno) se insiste en endosar la percepción de falta de autoridad a la inexistencia de un hombre en la primera magistratura aunque sean continuos los episodios en los cuales, apremiada por algún episodio contingente, la presidenta guarde un impresentable silencio a la espera de alguna inauguración para, delante de una ordenada gradería de escolares de uniforme, dueñas de casa, obreros con casco o el fetiche de turno, referirse en conceptos exageradamente simples al tema del momento.

Cuando el Transantiago se estrenó en sociedad, la presidenta disfrutaba de sus vacaciones en el sur del país. Semanas más tarde, cuando el desastroso debut del proyecto causaba indignadas reacciones en la ciudadanía, la presidenta se refería al tema anunciando medidas que aún no se implementan, flanqueada por sus colaboradores y en los talleres... del Metro.

La reflexión del episodio fue comunicacional: la gente no entiende el nuevo estilo de la presidenta, aunque nadie pueda hoy explicarnos exactamente en qué consiste o qué podemos esperar para lo que viene. La ciudadanía saca otras cuentas: la presidenta lo es solamente para las sonrisas, pero cuando no hay motivos para sonreír (situación que se vuelve cada vez más frecuente) la presidenta no aparece.

La tarea de Michelle no es fácil. Asumir luego de una campaña surrealista, en la que prometió de todo a todos creando expectativas absurdas para un gobierno de cuatro años, con un equipo de gobierno compuesto de gente talentosa (lo que obligó a obviar nombres que, desde la trinchera del desempleo, se han convertido en francotiradores de fuego amigo) pero sin experiencia, configura un cuadro en el cual el liderazgo tradicional, portaliano quizás, cuadra mejor que nunca. Y es que se puede ser un líder fuerte si se tienen buenas ideas, don de mando, claridad conceptual y un discurso estructurado, preciso y coherente. Aunque se usen faldas o se vistan pantalones.