viernes, mayo 16, 2008

El día después del fallo

Hace un tiempo, el Tribunal Constitucional Chileno falló un recurso interpuesto por un grupo de organizaciones “pro-vida” (denominadas así por sus mismos integrantes), que prohibió la distribución gratuita del Levonorgestrel en la red de salud administrada por el Ministerio del ramo. Ello, en atención a los efectos abortivos que este medicamento posee, y que se alejan del parecer de la Organización Mundial de la Salud y de buena parte de la comunidad científica, que señalan que no los tiene.

La opinión pública reaccionó de manera inmediata; se organizaron marchas en rechazo del fallo, los parlamentarios que firmaron el requerimiento echaron mano a los más ridículos argumentos para justificar su rúbrica en un documento cuyo contenido señalaron no compartir (hecho que para cualquier persona es inaceptable por sí mismo) y algunos, los menos, pusieron el acento en lo absurdo de no prohibir, al mismo tiempo, la venta en farmacias del cuestionado fármaco, poniendo esta vez el acento en la inaceptable situación de existir un método de anticoncepción de emergencia disponible solo para aquellos que pueden adquirirlo, aunque en verdad tal observación persiga ampliar la prohibición.

Si bien suena lógico endosar a la ciencia un debate que parece -a priori- ser más científico que político, creo que este no es el caso.

El Tribunal Constitucional tiene una tarea compleja: armonizar los preceptos de la Constitución con las leyes, las sentencias judiciales y las actuaciones de autoridad. Cuando ello no es posible, debe ordenar las acciones necesarias que permitan corregir, impedir o suspender los actos cuya realización atente con lo dispuesto en nuestra Carta Magna. Es por ello que su decisión es importante: han declarado que el Levonorgestrel y su distribución atenta contra el derecho a la vida del que está por nacer, en la manera y de la forma que este derecho está señalado y protegido por nuestra ley fundamental.

No parece justo culpar al Tribunal Constitucional de esta decisión. Ellos no hacen políticas públicas en sus fallos, sino que simplemente aplican el texto y el sentido de una Constitución a cuya observancia están obligados y a cuya elaboración (al igual que el 99.9% de los chilenos) no concurrieron.

En efecto, sus decisiones reconocen como marco a un cuerpo legal que nació en medio de un gobierno militar que se hizo del poder tras un golpe de estado, redactada por una comisión servil a los intereses del régimen que buscaba perpetuar en ella cierta institucionalidad, con el evidente propósito de proveer de un aura democrático al gobierno de la época pero, también, con la solapada intención de convertirse en una señal hacia ciertos grupos de presión, como la iglesia y el sector más conservador de la política nacional, incorporando en sus disposiciones el lenguaje y la estructura valórica que constituyen el menú fijo de estas instituciones.

Eso explica, por ejemplo, el concepto (casi canónico) y la protección absolutista del derecho a la vida así como la débil mención de los derechos políticos y del desarrollo. En efecto, resulta evidente lo infranqueable de las disposiciones que buscan proteger a la vida, ampliando incluso el concepto de lo que se entiende por tal, versus lo liviano de las disposiciones referentes a derechos culturales y políticos, que comparadas con las primeras acaban siendo meras declaraciones. En este contexto, los derechos reproductivos de la mujer no solo no parecían tener cabida sino que, incluso, se contraponen con las ideas pregonadas por quienes apoyaban al régimen y de aquellos a quienes, con la redacción de esta obra, se buscaba agradar.

Así las cosas al Tribunal Constitucional no le quedaba demasiado margen de maniobra. Si bien el debate científico ha concluido en el sentido de señalar al Levonorgestrel como un medicamento no abortivo, las discusiones bizantinas acerca de los temas que cruzan esta materia, como el inicio de la vida o los límites del Estado en materia de planificación familiar, solamente contribuyeron a develar que lejos de servir a esclarecer tales ideas, nuestra Constitución no se pronuncia en ningún sentido.

En términos simples, en la materia la Ley Fundamental plantea generalidades que acaban siendo mandatos para la judicatura constitucional. Esta situación se explica, simplemente, en la ausencia de discusión y debate en la génesis de la Carta Magna nacional que no permitió sentar posiciones en esos temas. De este modo, el texto acaba siendo un híbrido absolutista sin color ni sentido, puerta de entrada a un arcoiris de posibilidades judiciales que arrojan, como en el caso in commento, decisiones fuera de época pero coincidentes con el sentido más natural de la misma.

Por ello, la solución no podemos buscarla en la antigua casona de Mac-Iver que sirve de sede a la judicatura de la que emanó el fallo. Debemos, en cambio, buscarla en el Poder Legislativo promoviendo un debate acerca de los derechos reproductivos y la planificación familiar, que concluya con una reforma constitucional que plasme las conclusiones de esa dialéctica. Aunque lamentablemente, en un Congreso en el que los parlamentarios no saben lo que firman y ni se sonrojan cuando presentan ese hecho para obtener la indulgencia de la opinión pública que los elige y re-elige, dicha tarea parece muy difícil.