domingo, octubre 12, 2008

El Horario Sub-Prime: tiempo de crisis.

Ningún observador de la actividad económica que se respete puede, creo yo, decir que las cifras rojas de los últimos días lo haya sorprendido del todo. Discursos aparte, desde hace más de un año que los mercados anotan malos resultados casi a diario, episodios que se han hecho tendencia conquistando, de paso, espacio en la prensa siempre ávida de malas noticias.

Si miramos hacia atrás, podemos ver algunos elementos que nos ayudan a comprender esta crisis. El principal mercado bursátil del mundo, Wall Street, goza desde al menos cinco años de uno de los escenarios más permisivos de los que se tenga memoria. La Fed de Greenspan y la Casa Blanca de Bush acabaron siendo la mejor garantía de libertad para un mercado que, a la luz de esta realidad, abandonó la prudencia (y a veces la decencia) en la búsqueda de los tan ansiados resultados azules.

Con la certeza que las regulaciones no entrarían a Wall Street (lo que el presidente de la Reserva Federal pregonaba como dogma de fe en cuanta oportunidad se le presentaba), los agentes cometieron dos errores que son hoy la base de la crisis: por una parte concedieron créditos masivamente a deudores de cuestionable solvencia, valorando exageradamente las garantías mientras que, por otro lado, convirtieron tales deudas en instrumentos financieros que se ofrecían a inversionistas y bancos de inversión bajo fórmulas técnicas que acababan distrayendo la atención acerca de lo que, al final del día, representaban: deuda de alto riesgo.

Sin embargo, todo iba bien hasta que ocurrió lo que hemos visto en los últimos días: los índices de incumplimiento aumentaron y las ejecuciones de esas deudas dejaron al descubierto que las garantías no alcanzaban a cubrir el capital de tales obligaciones. En el mercado inmobiliario, esto se volvió particularmente grave. Los deudores hipotecarios morosos dejaron en shock al mercado, cuando se consumó el hecho que las propiedades que servían de garantía para tales préstamos valían, en realidad, menos que los préstamos que garantizaron y que, además, lo masivo de las liquidaciones había aumentado desmedidamente la oferta de inmuebles al punto de disminuir su valor y hacer muy difícil su venta.

Los inversionistas no tardaron demasiado en advertir ese hecho e intentaron, como es obvio, deshacerse a casi cualquier precio de tales instrumentos. Los préstamos que antes se consideraban seguros, por contar con garantías hipotecarias, dejaron de serlo y comenzó entonces una carrera por controlar las inevitables pérdidas.

Esta explicación, que tiene mucho de razonable, no puede hacernos desconocer otro hecho: en todo esto ha habido mucho más que ambición desmedida o “ingenio del mercado”. Muchas de estas maniobras dicen relación con conductas poco prudentes, a veces cuasidelictuales, por obtener utilidades vulnerando procedimientos de las mismas compañías administradoras. Son estas maniobras las que están siendo objeto de revisión, particularmente, en lo que tuvieran como objetivo esconder ante inversionistas y operadores los reales valores de los instrumentos que crearon y ofrecían.

El gobierno americano reaccionó al estilo Bush: a destiempo y de manera errática, con un paquete de medidas que fue aprobado por el Congreso en medio de inoportunas discusiones filosóficas acerca del papel del Estado en la economía. Dichas medidas contribuyeron, visto ya en perspectiva, a confundir aún más a los inversionistas. A casi diez días de su aprobación aún no conocemos el detalle de tales ayudas ni cuáles serán las instituciones favorecidas con los fondos.

A estas alturas hay tres hechos que comienzan a quedar al descubierto. El primero es que los inversionistas tienen razones de sobra para haber perdido la confianza en los bancos de inversión, los mismos que compraron fondos basura sin hacer muchas preguntas ni preocuparse demasiado por estudiar aquello en lo que invertían el dinero de sus clientes. Será necesario mucho tiempo (o bien, el surgimiento de otros actores en el sistema capaces de capitalizar para si el beneficio de la duda) para devolver la fe a quienes, sin saber muy bien cómo y por qué, han debido hacer suyas tremendas pérdidas en fondos que consideraban seguros, al alero de instrumentos de inversión de primer nivel.

El segundo hecho es que los números rojos serán, al menos hasta fin de año, una constante en nuestros mercados. La crisis ha alcanzado a todas las naciones que venden o transan en los Estados Unidos, disminuyendo las perspectivas de producción y consumo particularmente en aquellas economías que han convertido al país de las barras y las estrellas en el principal mercado para sus productos. No es el caso de Chile, que ha diversificado su matriz exportadora hacia otros mercados, aún cuando esa situación está por verse ya que esos países también han sido golpeados por lo ocurrido.

El tercer hecho es que, para bien o para mal, es de esperar que aumenten las regulaciones al quehacer bursátil en todo el mundo. Si algo se puede sacar en blanco de esta crisis es que, cuando el mercado no es capaz de procurarse para sí niveles de transparencia y honestidad suficientes, se abandona la ortodoxia económica (que en este caso implica la quiebra de los bancos de inversión que no han podido responder ante los compromisos contraídos con sus clientes y la liquidación de sus activos para hacer el pago a sus inversionistas) para recurrir a la vieja fórmula del rescate estatal, a cambio de mayores regulaciones. Los gobiernos parecen dispuestos a acudir al rescate de los bancos, el mal menor, antes que ver corridas bancarias o recesiones de gran escala, inevitable mal mayor para el caso que no realicen tales intervenciones.

Los mercados del mundo esperan, con tanta ansiedad como los ciudadanos, que cambien los colores. Pero no se trata esta vez del color de piel del inquilino de la Casa Blanca, sino de los resultados de las bolsas del mundo. Aunque se siga diciendo que los inversionistas reaccionan por “cuestiones de piel”.