sábado, mayo 05, 2007

¿Integración?

Discutía con una profesora de Derecho Internacional, con suficientes diplomas como para empapelar un edificio y con suficiente peso intelectual como para derrumbarlo, acerca del MERCOSUR y del Pacto Andino. Sostenía ella que el conferencista del miércoles, un Doctor en Derecho de nacionalidad española que se dio el tiempo de departir con nosotros algunas ideas acerca del mundo en que vivimos, incurría en un error si creía que el MERCOSUR había pasado a la historia como una de las no pocas instancias de cooperación panamericana que se había hundido por el peso de la desconfianza y la inconsistencia.

Por mi parte defendía el ningún peso del discurso americanista. Tratándose de historias y culturas tan diversas, dirigidas a su vez por líderes carentes de eso que llaman “peso intelectual” (que no pesa ni un gramo que tanto se nota cuando no lo hay), en ausencia de enemigos comunes y cuyas experiencias más bien se relacionan con caudillismos insensatos y a veces ridículos, hablar de una América unida es un discurso que no tiene ningún apoyo histórico ni económico.

Se suele citar como la experiencia más exitosa de integración (sino la única) a la Comunidad Europea. Sin embargo, olvidamos que Europa tuvo en su historia más reciente (a falta de uno) dos episodios exageradamente duros cuyas consecuencias perduran hasta nuestros días. Se trata de las dos guerras mundiales, que acabaron con la economía, el espíritu y un número nunca menor de vidas. Ello y la posterior ocupación (no precisamente voluntaria) de la Europa Oriental permitió, más que plantear la unidad como una opción de buena voluntad, entenderla como una necesaria reacción si se pretendía no solo la liberación de la sección soviética del viejo continente, sino también contener al imperialismo soviético (e incluso a las pretensiones nortemaericanas) con alguna posibilidad de éxito.

La Unión Europea, como la conocemos hoy, tiene su génesis en un acuerdo mercantil químicamente puro, un tratado de libre comercio que aparece como funcional a la idea de reconstrucción y consolidación comercial paneuropea, en boga en la parte final de los setenta y comienzos de los ochenta. Con el tiempo las barreras de la política fueron derribadas, una vez más, por el creciente tráfico comercial, ayudados por el consecuencial cambio cultural que este mayor flujo de mercaderías y capital implica (uno de cuyos testimonios más fehacientes lo hallamos en la época de las cruzadas). Los europeos entonces se convirtieron en un único mercado en el que las fronteras eran –y son- expresión más bien de pretensiones políticas antes que barreras administrativas efectivas.

Por eso me parece que extrapolar la experiencia europea de integración al punto de pretender extraer de ella un modelo aplicable a casi cualquier comunidad de fronteras no pasa de ser un juego de, creo yo, exagerado optimismo. Los hechos revelan que en América Latina tales experimentos acaban sepultados por la irresponsabilidad fiscal, la ninguna valoración que los países hacen de los compromisos contraídos (por muy pomposas que sean las ceremonias de firma de tales acuerdos), el caudillismo oportunista de líderes locales que ven en ello el fin de regímenes ventajosos de prestaciones o por el contrario de aquellos que, sin tener más mérito que visiones discutibles de la geopolítica regional, entienden el panamericanismo como una oportunidad de pasar a la historia.

Aunque siempre habrá personas con argumentos para rebatir a los porfiados hechos. Enhorabuena, también los habrá para desafiarlos.