Día cero
Llevo tanto tiempo intentando huir de las lágrimas y del dolor, que he llegado a creer que tendré éxito en esta tarea.
El resultado es otro. Estoy cansado, irritable, huyendo de todo lo que me recuerde lo que fuimos, que al final del día acaban siendo todos los espacios, todas las personas, todas las voces, todos los silencios.
Se ha escrito tanto de amor y tanto más del desamor, que aunque nos sumerjamos en la rutina y el trabajo, nunca podremos estar lo suficientemente lejos de una canción, una imagen, un poema o simplemente un gesto que nos recuerde que al final del día el amor es algo más que el temor a vivir y morir solos.
He huido del dolor. Como todos. No lo quiero sentir, no quiero pensar en eso. Creo no merecerlo.No estoy preparado para contarle a nadie lo que me pasó, no quiero llorar frente a nadie, no quiero que me miren con esa mezcla de compasión y lástima con las que solemos enfrentar a quienes nos comparten sus penas y tristezas.
Pero ha llegado el momento de asumir que es un paso necesario. Para superar este momento tendré que compartir lo que siento, recibir palmaditas en el hombro, miradas condescendientes, algunos abrazos y también caras de hastío. Ser humano implica reír y llorar, salud y enfermedad, dolor y bienestar. Negarse a sufrir es casi tan poco sensato como pretender que existe un limbo lejano del alma humana, en el que se puede residir sin sentir, sin sufrir, sin disfrutar. Una suerte de macetero que permanece a la intemperie, ajeno de decidir su propio destino, de errar y acertar, de aprender, de vivir.
Somos humanos y eso no nos hace eternos. Pero si nos permite apreciar que la vida es una tarea permanente, una búsqueda de la felicidad que con los años se vuelve una tarea felizmente compartida, un devenir finito que le imprime a nuestra existencia el colorido del ensayo y error, del constante aprendizaje, del lento camino de descubrir que tenemos mucho más en común con los demás que lo que nos gustaría, pero que esa misma cercanía nos hace la vida mucho más vivible, porque gracias a eso siempre habrá alguien que entienda por lo que estamos pasando y nos tienda esa mano invisible pero tan sólida, que nos permite levantarnos del piso cuando acabamos a ras de suelo.
Estoy, precisamente, a ras de piso desde que terminamos. Es un lugar incómodo. Me siento vulnerable, agotado. Y por eso me escondo. No quiero que me vean en el piso. Pero es donde estoy y desde donde me levantaré. Porque ya he estado acá antes (muchas veces, en verdad) y nunca me he quedado acá por mucho tiempo. Y esta vez, espero, no será por mucho tiempo más.